Facilitar para desescalar

En cualquier entorno donde un grupo de personas colabora, el conflicto es algo natural. Ya sea en colectivos de trabajo, debates comunitarios o espacios educativos, las diferencias de opinión, personalidad o visión del mundo generan tensiones. Sin embargo, esto no tiene por qué ser perjudicial. Es aquí donde entra en juego el papel de le facilitadore. Su objetivo es garantizar que todes les participantes se sientan escuchades, guiando al grupo hacia metas y caminos comunes.
Los desacuerdos forman parte de la dinámica grupal. Une facilitadore puede prevenir conflictos promoviendo una cultura de escucha activa y alentando a los participantes a comprender las perspectivas de les demás antes de sacar conclusiones apresuradas. Cuando surgen malentendidos, le facilitadore puede aclarar o resumir posturas para evitar interpretaciones erróneas y fomentar el respeto mutuo. Identificando puntos en común y expresando claramente las diferencias, ayuda a que el grupo se enfoque en sus objetivos compartidos en lugar de en sus discrepancias. En momentos de tensión emocional, puede desescalar el conflicto simplemente reconociéndolo: nombrar el problema permite a les participantes tomar distancia y ganar perspectiva. También puede proponer pausas para que las personas se calmen y reflexionen, o facilitar conversaciones individuales para comprender mejor los puntos de vista enfrentados, generando así un ambiente donde todes se sientan escuchades y valorades.
Sin embargo, lo más importante es que, como nos enseñaron Elja Plíhal y Zuzana Kašparová en un taller sobre facilitación, el comportamiento de un individuo es un síntoma de la dinámica del grupo. El rol de le facilitadore es descifrar y navegar esa dinámica. La facilitación que aprendimos ofrece una alternativa a la exclusión, el rechazo o el castigo de una persona sin involucrar a la comunidad afectada. Por ello, juega un papel clave en la justicia restaurativa y transformadora.
Durante el campamento de verano organizado en el marco de la Bienal Matter of Art 2024, participaron niñes de diversos orígenes sociales: niñes de Praga 7 (una zona altamente gentrificada de la capital), niñes refugiades ucranianes y niñes del barrio de Přívoz en Ostrava (un área con problemáticas sociales). Inequívocamente, surgieron conflictos que reflejaban las tensiones existentes en la sociedad en general. Los conflictos entre les niñes fueron gestionados mediante técnicas de facilitación y un enfoque restaurativo por parte de les monitores del campamento. Se ofreció a las partes en conflicto un espacio para contar su versión de los hechos, luego aquelles afectades pudieron describir cómo el conflicto les había impactado, y finalmente, juntes, trabajaron en encontrar formas de seguir conviviendo y comunicándose. Todo esto bajo la guía de facilitadores adultes. Gracias a su intervención, no solo una niña de clase media-alta y otra de un entorno muy marginado lograron trabajar juntas en grupo, sino que el grupo entero no se fragmentó a raíz de su conflicto.
Nos resultó inspirador el modo en que nuestres mediadores y monitores de campamento abordaron el conflicto, especialmente en un momento en el que sentimos que la supervivencia de las organizaciones culturales depende de la cooperación y el entendimiento entre una amplia diversidad de personas, iniciativas y colectivos. Encontrar puntos en común y navegar diferencias percibidas nos parece clave no solo en el ámbito cultural, sino en la sociedad en su conjunto. En nuestras sociedades —ya sea por la gentrificación, sistemas educativos que perpetúan la desigualdad social o la distribución desigual de recursos entre grandes ciudades y otras regiones— cada vez existen menos espacios donde personas de diferentes clases sociales puedan encontrarse e interactuar. A través del campamento, creamos un espacio donde niñes de distintas procedencias culturales y socioeconómicas pudieron conocerse. Después del campamento, cuando pregunté a una niña de Praga su opinión, describió a les niñes de Ostrava como «rares», «extrañes». Esto podría parecer un fracaso del proyecto, una reafirmación de estereotipos sociales, del racismo, y demás, sin embargo, recuerdo que cuando era niña también me parecían «diferentes» o «rares» algunes de mis compañeres de colegio, niñes de entornos muy distintos al mío. No fue sino hasta años después que comprendí su comportamiento y actitudes. Pero, ¿les niñes de hoy, que crecen en espacios homogéneos en términos de clase, tienen siquiera la oportunidad de encontrarse con lo desconocido? ¿No es importante vivir esa incomodidad para que nuestro espacio público sea verdaderamente democrático, heterogéneo e inclusivo? ¿No deberíamos aprender a convivir con quienes nos parecen «extrañes»? ¿Es esta la tarea de la cultura hoy, en un momento en el que otras instituciones han fallado en hacerlo?